La historia se escribe con vida. Hay historia porque existen seres vivos capaces de contarla.
También los valores se viven porque se transmiten. Narrar la propia historia familiar es un método natural de compartir valores; aunque puedan surgir dudas sobre cómo hemos vivido aquellos momentos y cómo los rememoremos ahora.
¿Qué contamos a los hijos de nosotros como tales? ¿Qué sentimientos albergábamos de nuestros padres, abuelos, hermanos, parientes, amigos, profesores, etc.? ¿Qué observan los pequeños de nuestras atenciones hacia los mayores sus abuelos? ¿Cómo expresan los pequeños sus sentimientos ante sus padres, hermanos, abuelos, parientes, amigos, compañeros, profesores, etc.?
Para iniciar cualquier proceso de acercamiento que nos permita concretar una propuesta (en este caso un valor) conviene escucharnos y escuchar.
Al revisar nuestros recuerdos (escucharnos) habremos de tener en cuenta que estos no constituyen una imagen fiel de lo acontecido. Ponerlos en cuarentena y acudir a las personas que, en alguna medida, participaron también de nuestras vivencias ayuda a poner en orden los sentimientos y a pensar de manera imparcial.
Escuchar forma parte de la función de relación que define a la persona, y de la importancia que demos a ello va a depender el tipo de sociedad que establezcamos.
Por sí misma, la capacidad de relación es un valor intrínseco a la vida, por tanto, objeto de evolución y desarrollo. Pensar en cómo alimentar esta función nos lleva a concretar dos valores: ternura y optimismo.
La ternura va ligada al sentimiento de aquel que observa al recién nacido fascinado por su encanto, mezcla de misterio y agradecimiento.
El optimismo visto no tanto desde el tópico de cómo vemos el vaso medio lleno o medio vacío sino, más bien, si somos capaces de desarrollar las ideas desde la óptica propia y ajena.
Es cierto que una cosa es la teoría y otra la práctica.
Comenzar la jornada laboral sin haber pegado ojo por los llantos del hijo pequeño que lleva así desde que nació, no resulta tarea fácil; y procurar la convivencia con ternura y optimismo parece misión imposible.
¿Cómo podemos tranquilizar los ánimos en situaciones adversas? Nos podemos preparar, por ejemplo, para:
ü Observar y anotar
Por ejemplo, en un folio situado de forma visible que incluya una tierna instantánea del pequeño, anotaremos las incidencias de la noche y el día, semana tras semana. ¡Algo le sucede al pequeño llorón! Y nos corresponde dar con ello por su bienestar. Bien sea en el pequeño, o ya sea nuestra conducta, algo no va como debiera.
Mientras los doctores observan profesionalmente al pequeño, los padres puede verle con esa mirada del primer día que revisa y repasa, que es capaz de dar con algún detalle que desvele el porqué, que les dé pistas que contar al facultativo en la consulta.
ü Liderar la coherencia
Los mensajes hacia el niño han de ser positivos aun cuando el comportamiento requiera un castigo. Un lenguaje cariñoso no impide que éste sea firme y riguroso.
Los pequeños, aunque no lo manifiesten, se sienten desvalidos ante manifestaciones agresivas (gritos, insultos, descalificaciones, determinados gestos, etc.) y las carantoñas que puedan surgir después las aceptan, pero les descoloca.
ü Estimular la confianza
Evitaremos culpabilizar a otros, realizar comparaciones, amedrentar como tampoco adular. La visión optimista tiene aquí un papel preponderante, ya que se trata de completar el vaso de estímulos que generen vida. A los pequeños observadores no se les escapa una:
- Si viven criticados, aprenden a condenar.
- Si viven con hostilidad, aprenden la violencia.
- Si viven avergonzados, aprenden a sentirse culpables.
- Si viven con estímulo, aprenden a confiar.
- Si viven con equidad, aprenden a ser justos.
- Si viven en el amor, aprenden a amar.
ü Mantener el compromiso
La ilusión y la desgana son dos caras del compromiso. ¿Estoy dispuesto a dar respuesta honesta y decidida a lo que el día me depare hoy? Comprometernos es objeto de ejercicio diario, y los pequeños lo captan.
No hay comentarios:
Publicar un comentario